Hay una edad en la que viajar consiste sobre todo en volver. Después de muchos años, hoy vuelvo a este rincón de Marruecos que en el mapa tiene forma de trapecio y al que los árabes -que sabían poner muy bien los nombres- llamaron Yebala, “país de montañas”.
Esta vez he escogido entrar en Marruecos por Ceuta, siguiendo la ruta de los viajeros clásicos. Son las nueve de la mañana y una multitud de porteadores marroquíes se dispone a cruzar la frontera para vender sus productos en la ciudad española. Mientras los gendarmes encauzan la avalancha hacia Ceuta, yo también cruzo la frontera a pie, único viajero a esa hora en dirección a Marruecos. En el puesto marroquí de Fnideq, el policía que sella los pasaportes hojea el mío y me dice:
-Así que es usted de Tetuán.
-Sí.
-Bienvenido a Marruecos.
-Shocran.
Salgo a una gran explanada junto al mar, en medio de una multitud de hombres y mujeres que se dirigen a los puestos de control cargados con grandes bultos. Cientos de taxis se alinean en filas según sus destinos: Tánger, Tetuán, Chefchauen, Arcila. Un hombre gesticula dando órdenes.
-Oú allez vous? -me pregunta, y me señala una fila de viejos Mercedes de color azul claro.
El conductor que me ha tocado se llama Driss. Salta a la vista que no es árabe sino bereber; incluso tiene un vago parecido con el ex-futbolista Zidane. Él mismo me lo confirma cuando me dice que, además de árabe, habla francés, español y bereber. “El bereber, por mi familia”, precisa. Otros tres pasajeros se aprietan en los asientos de atrás y me observan en silencio. Driss se alegra de hablar conmigo en español, pero a ratos no lo escucho y los pensamientos se me pierden muy lejos, en los rincones más escondidos de la memoria.
Fnideq es una típica población de frontera, de una tristeza que tumba, con gente llegada de todos los rincones del país y edificios de una fealdad abrumadora. La economía ilegal transfronteriza es su motor y su razón de ser. Además de los infelices que trapichean en Ceuta, por aquí se mueven los capos del tráfico ilegal de gran volumen, el de la droga, las armas, el oro y los coches de lujo robados en Alemania. Por no mencionar la llamada “emigración ilegal”, delicado eufemismo con el que nuestra hipocresía nombra el milenario tráfico de esclavos entre el Sudán y Europa, que ya existía cuando la Tingitania era una provincia del Imperio romano.
Antes de la independencia, Fnideq no era más que un poblado con unas cuantas casas en una sola calle. Único vestigio de ese pasado, la antigua y diminuta estación de ferrocarril se levanta a la izquierda de la carretera con sus cuatro esbeltos torreones blancos con azulejos verdes. Encima del arco de herradura de la puerta aún puede leerse, bajo muchas capas de cal, el nombre que los españoles dieron a este paraje: Castillejos.
En Mdiq, a 25 kilómetros de la frontera, se despiden los pasajeros de atrás. Mdiq era una aldea de pescadores que los españoles llamábamos Rincón de Mediq, hoy convertida en una población de unos treinta mil habitantes. Pero de espaldas al paseo marítimo, mirando hacia levante, nada ha cambiado: la arena dorada, la amplia curva de la playa con la minúscula torre de la iglesia católica que asoma entre chumberas, el promontorio de Tarf, que los españoles llamaron Cabo Negro, y la mancha negra de los pinares de Qudia Táifor.
Desde Mdiq bordeamos la costa hasta Río Martín, a unos diez kilómetros del centro de Tetuán. La pequeña ría del Martín fue durante siglos el puerto de Tetuán, refugio de corsarios contra los reinos cristianos y entrada de invasores procedentes del norte. Por el río Martín entró en 1400 una escuadra del rey de Castilla Enrique III, que exterminó las naves corsarias. En 1437, los portugueses de Ceuta, al mando de don Duarte de Meneses, hijo del Capitán General de esa plaza, llegaron hasta Tetuán, la ocuparon y la saquearon y, juzgando imposible dejar allí una guarnición, optaron por destruirla y retirarse. Durante medio siglo, Tetuán quedó despoblado y completamente destruido, hasta su reconstrucción y segunda fundación en 1485 por Sidi Ali el-Mandri, un noble granadino, natural de Loja, el verdadero fundador de la ciudad que hoy conocemos. A principios del siglo XVII, nuevos pobladores desembarcaron en esta ría para acrecentar el poder y la prosperidad de Tetuán. Eran los moriscos españoles, víctimas de los decretos de expulsión de Felipe III. También junto a esta ría se preparó el asalto a Tetuán en 1860 por las tropas del general O’Donnell, preludio del lento proceso de descomposición del reino que culminó con la pérdida de su independencia en 1912.
A orillas de la ría se levanta Fuerte Martín, un robusto fortín almenado con cuatro torreones en las esquinas coronados por otras tantas pequeñas cúpulas, que data del reinado de Sidi Mohammed ben Abdallah, un sultán reformista y constructor de la segunda mitad del siglo XVIII. Defendía la entrada de la ría y, bien visible desde la altura de Tetuán, servía también de torre de vigilancia y alarmas. Hoy se ha añadido a su fachada oeste una escalera de acceso, pero originariamente no tenía puertas y se entraba subiendo por una escala de cuerdas hasta alguna de sus estrechas ventanas.
En las playas de Tetuán, entre Ceuta y Río Martín, echo de menos la familiar silueta de los cárabos, unas chalupas de alto bordo, largas y estrechas, apuntadas de proa y popa, como una media luna negra que se balanceara sobre las olas. Generalmente de un solo palo, servían para la pesca de bajura en toda aquella costa y alguna vez, en tiempos anteriores al protectorado, fueron el vehículo principal del tráfico mercantil entre Tetuán y las poblaciones costeras del Rif. Un historiador de Tetuán, Teodoro de Cuevas, describe el sistema empleado en el puerto fluvial del Martín para la seguridad de los tratos con los rifeños, un sistema que remite a costumbres mercantiles de la más remota antigüedad. Al llegar el cárabo, el capitán del puerto subía a bordo y retiraba la vela, el timón y el ancla, que eran custodiados en un almacén de la aduana. Cuando el patrón del barco acababa sus transacciones, el jefe del mercado le expedía un certificado de haber pagado el precio de sus compras sin dejar deudas. A la vista de este documento, el capitán del puerto le devolvía sus pertrechos y el cárabo cruzaba la barra y se hacía a la mar en dirección a levante y a las costas del Rif.
La medina de Tetuán nos convierte automáticamente en turistas. Cámara en mano, todos me toman por un asombrado turista cuando entro por la calle Tranqat y recuerdo que aquí solía venir de niño acompañando a mi madre a comprar fruta. Mi guía (no hay turista sin guía en Tetuán) dice llamarse Jaime. Según él, Jaime es la traducción española de su nombre árabe, Ahmed, que sería impropio llamar “de pila”. Jaime es taxista, pero habla varias lenguas y eso le permite acompañar de vez en cuando a los cada vez más escasos turistas.
Las murallas de Tetuán, como las de Tebas, tienen siete puertas. Se conservan todas, aunque compruebo que una de ellas, Bab Tut o Puerta de la Morera, ha sido demolida y vuelta a reconstruir desviándola unos metros de su antiguo emplazamiento, y hay otras que resultan irreconocibles en los grabados antiguos. Bab Mqabar es la puerta de los cementerios. La magnífica fachada de la zawía Harraq vista a través del arco de esta puerta es uno de los iconos de la ciudad. El cementerio musulmán en nada se parece a los cementerios católicos con su delirio barroco de mármoles y mausoleos, algo completamente ajeno a la mentalidad musulmana. Su desnudez y austeridad revelan a mi juicio una concepción mucho más natural de la muerte. Las tumbas son simples rectángulos encalados sembrados en desorden por el suelo, aunque todas presentan la misma orientación. En la parte alta, cerca de la muralla, descuellan unos pequeños panteones de planta cuadrada y cúpula semiesférica, las llamadas tumbas andaluzas, las de los granadinos fundadores de la ciudad. Un poco más lejos, cerrado con una verja, está el cementerio hebreo que era conocido como “cementerio de Castilla”. Jaime me dice que muchos judíos vienen desde Israel a visitar las tumbas de sus antepasados. Pero algunos no podrán encontrarlas fácilmente, porque la comunidad hebrea de Tetuán tenía la costumbre de no poner nombres en las lápidas de los que dejaban hijos, sino sólo en las de los solteros o casados sin hijos. Según Jaime, hoy no quedan en Tetuán más de ocho o diez familias hebreas.
Por Bab Mqabar entró en la ciudad otro granadino, Pedro Antonio de Alarcón, la mañana del 9 de febrero de 1860. He aquí su descripción del cementerio musulmán, que le recordó al del Père Lachaise de París y que sigue siendo plenamente válida en el día de hoy:
Todos los sepulcros son de cal y ladrillo, pero graciosamente modelados y de una blancura deslumbrante. Entre ellos crece el jazmín y la yedra, festoneándolos con primor. Flores silvestres, higueras, pitas, algarrobos y otros árboles sombrean y decoran los panteones. En cambio no se ve sobre ninguno de ellos ni un nombre, ni una fecha, ni una inscripción. La muerte es allí tan muda y tan elocuente como en la imaginación del hombre.
Junto a Bab Saida, una de las puertas más antiguas y mejor conservadas, está la pequeña y bellísima zawía de Sidi Saidi, el patrono de la ciudad, con su fuente de arco de herradura lobulado con tejadillo, el alminar alicatado con azulejos dorados y verdes, y un callejón cubierto. La parte exterior del mihrab recuerda el ábside de una iglesia medieval. Todo a pequeña escala, como si sólo fuera la maqueta de una gran mezquita.
Abundan en la medina tetuaní los pequeños alminares, que los europeos suelen confundir con mezquitas. Son las zawías, una institución religiosa de origen andalusí. Según Asín, en la España musulmana eran una especie de convento y hospedería gratuita donde se daba sustento y refugio a pobres y caminantes, a semejanza de los monasterios cristianos. En Marruecos albergan alguna cofradía o hermandad religiosa nacida alrededor de una tumba venerada y suelen tener también una escuela coránica e incluso a veces, sobre todo en el medio rural, un pequeño camposanto.
Por Bab Oqla entró el general O’Donnell aquel mismo día de 1860. Es la más monumental de las siete puertas, si bien fue remodelada después y hoy no se corresponde con la que nos muestran los dibujos tomados por los españoles en aquella fecha. Esta puerta está adosada a una fuerte torre defensiva almenada, con cañones que datan del siglo XVII, sin duda los mismos que vio O’Donnell.
Una ciudad sin misterios es como un cuerpo sin alma, decía William Blake. Los misterios de Tetuán se concentran en el Blad, el barrio más antiguo de la medina. Aquí está lejos el bullicio de los zocos y el ajetreo de los artesanos, y apenas se ven hornos o baños públicos. Mis pasos resuenan en el silencio de las calles embovedadas. Cuando salgo a la luz y me paro a estudiar el plano, creo notar que alguien me observa desde las altas celosías. Sabemos por las guías de arquitectura que aquí se esconden buen número de palacetes y casas-patio de las familias de origen andalusí, muchas de las cuales conservan sus apellidos españoles (Salas, García, Aragón), pero muy pocos las conocen y nada en su exterior hace sospechar el esplendor que ocultan. También Tetuán, la ciudad filial de Granada, es paraíso cerrado para muchos.
Otro misterio sólo en parte desvelado es el de las mazmorras. Los gobernadores nazaríes de Tetuán procedían de familias nobles granadinas cuya ocupación en España era hacer la guerra contra los castellanos. Desterrados a Marruecos, continuaron guerreando contra los cristianos de Ceuta, Alcazarseguer, Tánger, Arcila y Larache (portugueses, españoles o ingleses, según las épocas) y se aplicaron a una actividad nueva para ellos pero tradicional de tiempo atrás en estas costas: el corso marítimo. Las naves corsarias de Tetuán y Argel sembraban el pánico en el tráfico marítimo y las poblaciones costeras cristianas del Mediterráneo occidental, y el esplendor y la riqueza de Tetuán durante los siglos XVI y XVII se basaba en el cobro del rescate de miles de cautivos. Una parte de éstos eran encerrados durante la noche en terribles mazmorras subterráneas.
Gracias a mi amigo Mohammed Berroho, que conoce como nadie el intrincado laberinto de la medina tetuaní, he localizado la única mazmorra conocida, en la calle Mtámar del barrio del Blad. La palabra árabe mtámar que da nombre a esta calle designa una cueva subterránea con entrada vertical que se dedicaba originariamente a silo o almacén de trigo y víveres en previsión de asedios y hambrunas, y que fue destinada más tarde a encierro de cautivos. En la calle Mtámar hay un hueco en el suelo, hoy tapiado, que daba acceso a la cueva, y junto a él un estrecho portillo, viejo de siglos y lleno de parches; era quizás la vivienda permanente del guardián, según supone Guillermo Gozalbes Busto, el gran historiador del Tetuán morisco. Gómez Moreno bajó por ese hueco y el arquitecto Carlos Óvilo, en 1923, incluso levantó un croquis y tomó algunas fotos. El pozo de la mazmorra estaba entonces enrejado, pero poco después se tapió y ya nadie ha vuelto a bajar por él. Cree Gozalbes que hay en la medina otras cuevas similares destinadas a prisión de cautivos. Pero nadie sabe dónde están.
Damos por terminado nuestro paseo por la medina subiendo desde Bab el- Remuz, la más meridional de las siete puertas, al Feddan por la calle Luneta. Esta calle comercial que separaba la judería del barrio español, era el centro de la comunidad india, de nacionalidad británica, otra pequeña comunidad que contribuía al encanto cosmopolita de la ciudad. En el teatro Nacional, que estaba en esta calle, veíamos películas como Et Dieu créa la femme de Roger Vadim, con Brigitte Bardot, ingenua y provocadora, bailando descalza sobre la mesa ante un maduro Curd Jürgens en una de las escenas eróticas más célebres de la historia del cine. La película se estrenó en Tetuán en 1956, poco después de la independencia de Marruecos, diez o veinte años antes de que la descubrieran los españoles, que por entonces se entretenían, entre misa y misa, con engendros como Raza o Botón de ancla.
El Feddan es el centro de la ciudad antigua, donde confluyen sus tres barrios, la medina, la antigua judería y el ensanche español. Era una amplia y hermosísima plaza cuadrada de estilo morisco, con un airoso templete central rodeado de árboles y jardines. Cuando yo era un mamífero de pocas semanas, mi madre me traía aquí a tomar el sol, y aquí me levanté sobre mis pies y anduve mis primeros pasos. El exquisito alminar de la zawía de Sidi Abdallah el-Hach debió ser la primera arquitectura que contemplaron mis ojos y hasta mi cuna llegaría el olor a hierbabuena de los cafetines cercanos. Pero hoy la plaza no es más que una árida extensión desolada y vacía, cubierta de losas. La mansión discreta y elegante que ocupaba la Alta Comisaría, en uno de los lados de la plaza, ha sido reemplazada por el fastuoso Palacio Real, de un mal gusto insolente y de una estética que no es en absoluto marroquí, ni siquiera árabe, sino más bien iraní o turcomana. Los tetuaníes miran la plaza de reojo y no se animan a cruzarla ante la guardia real, que se pavonea en la puerta armada hasta los dientes.
Ha amanecido el día gris, y el horizonte está cerrado sobre los montes de Beni Hosmar. Desde el balcón de mi cuarto contemplo el valle a la primera luz de la mañana. Hacia el oeste se extienden las cadenas montañosas de Yebala. Por esos ásperos parajes que señalan el camino de Tánger cabalgaba el bravo Ahmed Raisuni disfrazado de Sean Connery en The Wind and the Lion.
Cuenta Pedro Antonio de Alarcón que a mediados del siglo XIX miles de monos poblaban estos montes y solían bajar al valle a robar uvas en las huertas. Los tetuaníes se divertían persiguiéndolos a caballo y, como en el llano los monos se cansan pronto, los atrapaban vivos y los vendían a los ingleses de Gibraltar. Pero este negocio (que aseguraba a los ingleses la permanencia en Gibraltar, según la conocida leyenda) planteaba un curioso problema jurídico. La ley coránica no permite a los musulmanes poseer ciertos animales considerados impuros, como los cerdos o los monos, y por otra parte es un principio del derecho musulmán que aquello que no se puede poseer legítimamente tampoco se puede vender. Los monos son lo que el derecho romano llamaba rex extra commercium. Pero alguien halló la solución, quizá algún doctor de la ley coránica con un talento para la casuística digno de un jesuita: el cazador del mono lo “regalaba” a un hebreo, que le correspondía con otro “regalo”, como manda la cortesía. Después el hebreo lo vendía a los ingleses que pagaban -ellos sí- en moneda contante y sonante. Cien años más tarde, en tiempos del protectorado, ya sólo quedaban monos en los rincones más escabrosos de estos montes. Cuando en verano íbamos a bañarnos a las frías aguas de la laguna del Yarguis, oíamos sus chillidos y los veíamos fugazmente saltando de peña en peña.
Hoy vuelvo a España con la incómoda sensación de haber contemplado mi ciudad sólo con los ojos de la memoria. En estos tiempos de exaltaciones religiosas y fanatismos tribales, la apacible convivencia de gente tan distinta en ciudades como Tánger o Tetuán hace cincuenta años, no parece de este mundo. ¿Existe aún Tetuán o todo ha sido una alucinación mía? Porque es el caso que hay otra ciudad que lleva el mismo nombre, en la que no he puesto nunca los pies. Entre Bab Oqla y el mar se extiende hoy una ciudad de un cuarto de millón de habitantes, desconocida por completo para mí. A tres kilómetros del Feddan el pequeño aeropuerto de Sania Ramel, de infausto recuerdo en la historia de España (aquí llegó el general Franco para ponerse al frente del ejército sublevado contra el gobierno de la República), queda hoy en el centro de la ciudad nueva, entre el barrio administrativo y la Universidad. Tiene razón Ramón Buenaventura cuando escribe: nosotros hemos nacido en una ciudad que ya no existe, en un país que entonces no existía. Extraña condición la nuestra: apátridas con dos patrias.
El amable conserje me busca un taxi y ajusta por mí los detalles del viaje hasta la frontera, porque esta vez el taxista no tiene nada de políglota. Es un tipo muy joven, con gafas, bien educado, con pintas de estudiante, que me habla en una mezcla imposible de árabe y francés. El conserje le ha dado instrucciones de que no pare a nadie, pero yo le hago entender que puede llevar atrás a otros pasajeros. En un país donde el transporte público apenas existe, miles de taxis circulan por calles y carreteras declarando con sus colores sus ciudades de origen: azul claro o amarillo los de Tetuán. Y así vamos parando para que nuevos viajeros suban y bajen en Malalien, Mdiq, Smir y Fnideq. Todos son habituales de la frontera y uno de ellos me regala el impreso que tengo que rellenar y entregar a los gendarmes. En Fnideq me acerco a la ventanilla del control de pasaportes donde un grupo de mujeres vestidas a la europea charla animadamente, pero me paro en seco cuando un gendarme me grita desde lejos:
-C’est pour les femmes!
Había olvidado que en Marruecos hay colas distintas para hombres y mujeres. Ellas se echan a reír y yo me paso a la ventanilla para hombres, donde no hay cola.
Entro en Ceuta a media tarde, una hora conveniente, cuando el flujo de porteadores circula también esta vez en dirección contraria. Entrar a pie en Ceuta es como entrar en una prisión de alta seguridad. Hay que caminar unos cien metros por un estrecho túnel sólidamente enrejado. Gruesas rejas a derecha, izquierda y arriba, por las que no cabe el puño. A través de ellas, veo cámaras de vigilancia cada tres metros, enormes focos a buena altura y ocho o diez guardias civiles que bostezan sin mirarme, pero empuñando sus armas en posición de disparo. Al salir del túnel un gran letrero proclama con un cinismo que no puede ser involuntario: Ceuta, ciudad abierta.
(Publicado en la revista El Mirador de los Vientos, no 2, Sevilla 2007)